Vivimos una época extraordinaria. El Internet nos ha conectado a todos sin importar la distancia. Ha hecho más accesible el conocimiento. Ha democratizado el entretenimiento, el discurso público y los medios de producción digitales. La transformación de la sociedad a manos del Internet es innegable; sin embargo, era en cierta manera, predecible. Son muchas las barreras que ha derribado, y una de ellas es la que restringía la identidad personal.
En cierto sentido es predecible porque era la tendencia cultural dada por la condición liberal de nuestro mundo. En un sistema donde la libertad individual es un derecho tan preciado, era de esperar que, si a las personas se les daba mayor capacidad de autodeterminación, se volverían más y más individuales. Y así seguirían, rompiendo más lazos con lo colectivo y centrándose más en sí mismas hasta donde los nuevos límites les permitiesen.
El individualismo exacerbado es, por tanto, una consecuencia lógica de proporcionar las herramientas adecuadas a personas en una sociedad liberal. Llevamos tiempo viendo este fenómeno, esta hipertrofia de la individualidad. Desde hace décadas, el respeto por la opinión y las creencias de los demás ha ido convirtiéndose en una actitud obligatoria. Ahora, cada uno tiene derecho a “su verdad”, como si todo tipo de verdad pudiera ajustarse a lo que cada uno quiera, tal y como dije en un artículo anterior, Las redes sociales y la crisis de la verdad. Una de las grandes causas de esta crisis de la verdad es esta ideología del individualismo, donde el sujeto es Dios y no respetarlo es una herejía. Y, como dije antes, con las herramientas adecuadas, esta forma de contemplar al individuo puede explotar hasta volverse extremo, hasta transfigurarse en un estado de demencia colectiva.
Las redes sociales a través de Internet permiten a uno ser lo que quiera. Como expresa Salomé Sola-Morales en su artículo Un narcisismo radical. La creación de identificaciones en los espacios virtuales (2013), las redes sirven como lugar donde las personas pueden inventarse a sí mismas. Viven en la ilusión de que no son prisioneros de nada ni de nadie: pueden transformarse, pueden crear un personaje, alterar su imagen, ser quienes quieran y cuando quieran sin ningún tipo de límite. Pero esto solo es una mentira. Están más atrapados que nunca en el juicio externo. Por ello aparentan, se ponen máscaras y fingen. Son una performance constante, un engranaje más de la sociedad del espectáculo que definió Debord. Pero aun así lo aman, adoran fingir otra vida porque están enamorados de su realidad y de su yo falso. Pueden alterar su mundo y a ellos mismos a su antojo para que todo se adapte a lo que quieren y creen, y parece que, de manera general, la sociedad lo ve con buenos ojos, porque, después de todo, el individuo es el derecho supremo, el Dios, y por tanto son legítimas su realidad y su mentira.
En este afán por declararse sujetos independientes, las personas cada vez rompen más lazos con quien no están de acuerdo y se refugian más en los grupos donde sienten que se cumplen sus expectativas y se reafirma su visión del mundo, lo que se conoce como la cámara de eco. En otras palabras, “cortan” con la parte de la sociedad que no respeta su derecho divino a tener la razón y se van con la parte que sí le concede su estatus de divinidad; esa porción de la sociedad que habla, piensa y hace lo mismo que ellos; esa porción en la que se sienten identificados y reflejados; esa parte en la que se ven a sí mismos.
Ese culto al individualismo se ha tornado, finalmente, en egocentrismo y narcisismo. La gente es torturada por una necesidad obsesiva de cuidar el personaje que han creado, su aspecto, su personalidad, sus hábitos, su fama. Las medios sociales como Facebook o Instagram son un caldo de cultivo para el narcisismo, para agrandar el ego y validar la realidad construida de cada uno. Tiene sentido entonces que, en este contexto, surjan movimientos como el terraplanismo, los antivacunas, los negacionistas de la COVID-19, los negacionistas de la nieve del temporal Filomena, los que creen en la homeopatía pero no en la medicina, los que no creen en la ciencia... Movimientos conformados por personas que prefieren su realidad particular, que negarán aquello que no se ajuste a su visión, y que, a menudo, recurren al terrible argumento profundamente liberal de que cada uno tiene su verdad y su creencia y que hay que respetarlas.
Una actitud de tan temerario desprecio a la verdad, habilitada por una arrogancia y un egocentrismo hijos del narcisismo liberal actual, es profundamente peligrosa. Los muertos se cuentan por las decenas de miles por este tipo de posturas que consideran que su creencia personal acerca de la medicina, la pandemia y las medidas de seguridad es sagrada. Todos hemos conocido o visto a gente que se ha negado a llevar mascarilla porque consideraba que su derecho individual a ser libre estaba por encima de la vida de los demás. O porque su creencia personal infundada está, a su juicio, al mismo nivel que la opinión de los expertos.
El egocentrismo y el narcisismo ya existían antes del liberalismo y, desde luego, mucho antes de los medios y redes sociales de Internet. Sin embargo, estas han sido el catalizador para que el pensamiento individualista propio de las sociedades liberales alcance los niveles que exhibe el mundo actual. Son un espejo en el que el narcisista puede mirarse horas, días y meses, definiendo y diseñando su perfil público, su imagen y su personaje, creando su realidad y alejando a todo aquel que no se ajuste a sus creencias. Ahí, las personas pueden aislarse en grupúsculos cada vez más pequeños y alejados de los demás. En vez de actuar en pos de la cohesión, se conduce a la sociedad a su ruptura y separación. Egocentrismo, narcisismo, medios y redes sociales: son hijos del liberalismo y su ideario individualista. Ante tan enfermizo empeño por actuar por y para uno mismo, por amor a uno mismo y por transformar la realidad y el universo a nuestro antojo, necesitamos una nueva forma de relacionarnos: más empática, más colectiva y menos narcisista.
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