Estamos a mediados de 2021. El año pasado pareció ser uno de los peores de los tiempos recientes. El mundo está siendo asolado por dos pandemias que han puesto en jaque a la humanidad. De una de ellas hablan todos, está en boca de todos y ocupa cada espacio de cada telediario: la pandemia del SARS-CoV-2, cuyas víctimas mortales se cuentan por los millones y que ha dejado en la ruina al planeta entero. Por otro lado está la otra pandemia, más difícil de ver a pesar de estar a plena vista, que está envenenando cada parte de la sociedad y trayendo desgracia, miedo y muerte: la posverdad.
A la humanidad le vino bien saber que ella misma era un sujeto y que, por tanto, estaba condenada a ser subjetiva en casi cualquier caso. Le vino bien por cuestiones de humildad, empatía y verdad: debemos ser conscientes de la subjetividad de las cosas, escuchar a los demás y asumir que hay varias posturas para un mismo fenómeno. Sin embargo, como de absolutamente todo lo que existe, la humanidad ha abusado de esta filosofía, ha adoptado una posición extrema y, gran parte de la población, ha emprendido la defensa excesiva y estúpida de la relatividad: muchas personas se mueven, ideológicamente, en la posverdad, donde nada es cierto y todo es válido, donde todo es una opinión respetable.
Esta visión viene acompañada de una pérdida de confianza en las fuentes de conocimiento y verdad de autoridad: el Gobierno, los medios de comunicación y la Ciencia. El Gobierno y los medios de comunicación, con sus mentiras, medias verdades, manipulaciones y secretos, han conseguido que la población en general deje de creerles y ha comenzado a poner en duda cualquier cosa que digan. Por otro lado, la gente duda de la Ciencia cuando sus creencias no se ajustan a los descubrimientos recientes.
Todo esto, junto, ha dado lugar a un estado de paranoia y delirio a nivel de sociedad en el que aparece cualquier tipo de opinión, desde algunas más “simpáticas” como los terraplanistas o los negacionistas de la nieve de Madrid causada por la Borrasca Filomena, hasta verdaderos peligros para la salud pública y causantes de muertes, como los antivacunas o los negacionistas de la pandemia. Y nada de esto podría haber ocurrido, a la escala que ocurre a día de hoy, sin la ayuda de una nueva forma de comunicación, un canal que sirve para transmitir cualquier idea y opinión, por absurda o peligrosa que sea: las redes sociales.
En la última reflexión hablé de las cosas malas que podían traer las redes sociales y mencioné, sin explayarme, que una plataforma para todo tipo de opinión podía ser perjudicial. Hay varios argumentos para defender esta postura, y el primero es que las redes sociales son una vía de expresión para el inteligente, el bueno, el inconformista, el científico... y también para el idiota. Uno de los problemas, por tanto, es que sirve como megáfono para el idiota, que lo utiliza para propagar su idiotez como un virus y contagiar a quien aún no es estúpido y para atraer a un único punto al que ya lo es. Además, por culpa del fenómeno de “cámara de eco”, las redes sociales aíslan a estas personas en un espacio de retroalimentación y reproducción de su opinión que evita que obtenga información de fuera y que radicaliza su postura.
Todo esto se ve fuertemente agravado por el tema de las fake news, causadas también por la naturaleza “de uso libre para todos” de las redes sociales. Estas noticias que esparcen rumores y datos falsos contaminan el discurso público y socavan la autoridad de las fuentes de verdad, entre las que está, tristemente, la Ciencia, institución sagrada del conocimiento humano que está siendo puesta en duda por imbéciles e ilusos a partes iguales.
Semejante ataque a la verdad es un peligro mayor en nuestra sociedad pues no todo es cierto y no toda postura es válida. Habilitar todos los discursos y equiparar todas las opiniones es la única manera en la que pueden reaparecer ideas ya derrotadas en el campo intelectual como el racismo, el fascismo o el cuestionamiento de la Ciencia. Ya han muerto muchas personas por la pandemia de la COVID-19, y una buena cantidad de ellas han fallecido a manos de la estupidez, tanto propia como de otros, y de la desinformación.
Necesitamos reencontrar el equilibrio entre la modernidad y la posmodernidad, un equilibrio donde reconozcamos las limitaciones del ser humano y la relatividad de las perspectivas y, a la vez, seamos conscientes de que no todo puede ser cierto, que la verdad existe y que, aunque esté fuera de nuestras capacidades, debemos esforzarnos por acercarnos lo máximo posible a ella para evitar vivir en la mentira y la desinformación.
El mundo está secuestrado por idiotas; debemos luchar por recuperar el control de la verdad.
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